lunes, 5 de noviembre de 2018

El mensaje póstumo de Stephen Hawking

 
04 de noviembre 2018 , 09:43 p.m.
Me encontré con Stephen Hawking por primera vez en julio de 1965 en Londres, Inglaterra, en una conferencia sobre relatividad y gravitación. Stephen estaba en la mitad de sus estudios de doctorado en la Universidad de Cambridge; yo acababa de completar los míos en la Universidad de Princeton. Por las salas de conferencias corría el rumor de que Stephen había ideado un argumento muy convincente de que nuestro universo tenía que haber comenzado hace un tiempo finito.
No podía ser infinitamente viejo. Así pues, junto con otro centenar de personas, me apretujé en una sala diseñada para cuarenta, con objeto de escuchar hablar a Stephen. Caminaba con un bastón y su dicción era ligeramente inarticulada, pero por lo demás manifestaba signos muy tenues de la enfermedad motora neuronal que le había sido diagnosticada un par de años antes. Claramente, no había afectado a su mente. Su lúcido razonamiento se apoyaba en las ecuaciones de la relatividad general de Einstein, en observaciones de los astrónomos de que nuestro universo se está expandiendo y en unas pocas suposiciones que parecían muy plausibles, y utilizaba algunas nuevas técnicas matemáticas que Roger Penrose había ideado recientemente. Combinando todo eso de forma aguda, poderosa y convincente Stephen deducía su resultado: nuestro universo debió de haber comenzado en algún tipo de estado singular, hace aproximadamente unos diez mil millones de años. (En la década siguiente, Stephen y Roger, aunando sus fuerzas, lograron demostrar de manera convincente ese origen singular del tiempo, y también de forma todavía más convincente que en el centro de cada agujero negro se aloja una singularidad en la que el tiempo termina.)

Salí de la conferencia de Stephen tremendamente impresionado, no solo por sus argumentos y su conclusión sino, todavía más importante, por su perspicacia y su creatividad. De manera que fui a verle y pasé una hora hablando con él en privado. Aquello fue el inicio de una amistad para toda la vida, una amistad basada no solo en intereses científicos compartidos, sino en una notable simpatía mutua, una capacidad insólita de comprendernos el uno al otro como seres humanos. No tardamos en estar hablando de nuevo más largamente sobre nuestras vidas, nuestros amores e incluso acerca de la muerte que sobre nuestra ciencia, que continuaba siendo el grueso de lo que nos unía.

En septiembre de 1973, llevé a Stephen y a su mujer Jane a Moscú. A pesar de la tensa Guerra Fría, yo había estado pasando en Moscú un mes cada dos años desde 1968, colaborando en investigación con miembros del grupo dirigido por Yakov Borisovich Zel’dovich. Zel’dovich era un soberbio astrofísico, y uno de los padres de la bomba de hidrógeno soviética. Debido a sus secretos nucleares, tenía prohibido viajar a la Europa occidental o a América. Se moría de ganas de hablar con Stephen; pero como no podía venir a Stephen, fuimos nosotros a él.

En Moscú, Stephen impresionó a Zel’dovich y a centenares de otros científicos con sus ideas, y a cambio Stephen aprendió una o dos cosas de Zel’dovich. Especialmente memorable fue una tarde que Stephen y yo pasamos con Zel’dovich y su estudiante de doctorado Alexei Starobinsky en la habitación de Stephen en el hotel Rossiya. Zel’dovich explicó de manera intuitiva un notable descubrimiento que habían hecho, y Starobinsky lo explicó matemáticamente.

Hacer que un agujero negro gire requiere energía. Eso ya lo sabíamos. Un agujero negro, nos explicaron, puede utilizar su energía de rotación para crear partículas, y las partículas escaparán llevándose consigo la energía de rotación. Eso era nuevo y sorprendente — pero no terriblemente sorprendente—. Cuando un objeto tiene energía de movimiento, la naturaleza acostumbra a encontrar alguna manera de extraérsela. Ya conocíamos otras formas de extraer la energía de rotación de un agujero negro; esa era tan solo una manera nueva, aunque inesperada.
Una amistad basada no solo en intereses científicos compartidos, sino en una notable simpatía mutua, una capacidad insólita de comprendernos el uno al otro como seres humanos
Ahora bien, el gran valor de conversaciones como esta es que pueden desencadenar nuevas líneas de pensamiento. Y eso fue lo que ocurrió con Stephen. Estuvo pensando durante varios meses sobre el descubrimiento de Zel’dovich/Starobinsky, contemplándolo ahora en una dirección ahora en otra, hasta que un día una visión verdaderamente radical fulguró en la mente de Stephen: después de que el agujero negro ha dejado de girar, continúa emitiendo partículas. Puede radiar — y radia como si estuviera caliente, como el Sol, aunque no muy caliente, solo ligeramente tibio—. Cuanto más pesado el agujero, más baja sería su temperatura. Un agujero con la masa del Sol tendría una temperatura de unos 0,06 microkelvin, es decir, de 0,06 millonésimas de grado sobre el cero absoluto. La fórmula para calcular dicha temperatura está grabada ahora en la lápida mortuoria de Stephen en la abadía de Westminster en Londres, donde yacen sus cenizas, entre las de Isaac Newton y Charles Darwin.

Esa «temperatura de Hawking» de un agujero negro y su «radiación de Hawking» (como han venido en ser llamadas) fueron verdaderamente radicales — tal vez el descubrimiento más radical en física teórica en la segunda mitad del siglo xx—. Nos abrieron los ojos a conexiones profundas entre la relatividad general (agujeros negros), termodinámica (la física del calor) y la física cuántica (la creación de partículas donde antes no había ninguna). Por ejemplo, llevaron a Stephen a demostrar que un agujero negro tiene entropía, lo cual quiere decir que en algún sitio dentro o alrededor del agujero negro hay una enorme aleatoriedad. Dedujo que la cantidad de entropía es proporcional al área de la superficie del agujero. Esa fórmula para la entropía será grabada en la piedra memorial de Stephen en el college Gonville and Caius en Cambridge, Inglaterra, donde trabajaba.

Durante los últimos cuarenta y cinco años, Stephen y centenares de otros físicos han luchado para comprender la naturaleza precisa de la aleatoriedad de un agujero negro. Es una pregunta que sigue generando nuevas visiones sobre el matrimonio de la teoría cuántica con la relatividad general: es decir, sobre las leyes todavía poco comprendidas de la gravedad cuántica.

En otoño de 1974, Stephen llevó a sus estudiantes de doctorado y su familia (su mujer Jane y sus dos hijos Robert y Lucy) a Pasadena, California, durante un año, de manera que él y sus estudiantes pudieran participar en la vida intelectual de mi universidad, el Caltech, y confluir, temporalmente, con mi propio grupo de investigación. Fue un año glorioso, en el pináculo de lo que ha venido en ser llamada la «edad de oro de la investigación en agujeros negros».

Durante aquel año, Stephen y sus estudiantes y algunos de los míos se esforzaron para comprender más profundamente los agujeros negros, como también lo hice yo hasta cierto punto. Pero la presencia de Stephen y su liderazgo en nuestro grupo conjunto de investigación en agujeros negros me dio libertad para emprender una nueva dirección que había estado contemplando durante varios años: las ondas gravitatorias.

Solo hay dos tipos de ondas que puedan viajar por el universo transportándonos información sobre cosas muy lejanas: las ondas electromagnéticas (que incluyen la luz, los rayos X, los rayos gamma, microondas, radioondas...) y las ondas gravitatorias. Las ondas electromagnéticas consisten en fuerzas eléctricas y magnéticas oscilantes que viajan a la velocidad de la luz. Cuando inciden sobre partículas cargadas, como los electrones de una antena de radio o de televisión, arrastran las partículas hacia arriba y abajo, depositando en ellas la información transportada por las ondas. Dicha información puede ser entonces amplificada y comunicada a un altavoz o una pantalla de televisión donde los humanos puedan aprehenderla.

Las ondas gravitatorias, según Einstein, consisten en una deformación oscilatoria del espacio: un estirarse y comprimirse del propio espacio. En 1972, Rainer (Rai) Weiss, en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, había inventado un detector de ondas gravitatorias, en el cual unos espejos suspendidos en la esquina y los extremos de un tubo de vacío en forma de L son separados por el estiramiento del espacio en una pata de la L y aproximados entre sí por la contracción del espacio en la otra pata de la L. Rai propuso utilizar haces de rayos láser para medir el patrón oscilatorio de ese estiramiento y contracción. La luz láser podría extraer la información de la onda gravitatoria, y la señal podría ser amplificada y comunicada a un ordenador para que pudiera ser aprehendida por los humanos.
El potencial de las ondas gravitatorias como cambio de paradigma científico podría ser comparado a cómo Galileo contribuyó a iniciar la astronomía electromagnética moderna construyendo un pequeño telescopio óptico, apuntándolo hacia Júpiter y descubriendo sus cuatro lunas mayores. Durante los cuatrocientos años posteriores a Galileo, la astronomía ha revolucionado completamente nuestra comprensión del universo, utilizando otras ondas electromagnéticas así como la luz visible en que él se basó.

En 1972, mis estudiantes y yo empezamos a preguntarnos qué podríamos aprender del universo utilizando ondas gravitatorias: desarrollamos una visión preliminar de lo que podría ser la astronomía con dichas ondas. Como las ondas gravitatorias son un tipo de deformación del espacio, serán producidas de manera más intensa por objetos que estén constituidos en sí mismos, total o parcialmente, por espacio-tiempo deformado — lo cual significa, especialmente, por agujeros negros—. Concluimos que las ondas gravitatorias son la herramienta ideal para explorar y someter a prueba las ideas de Stephen sobre los agujeros negros.

En términos más generales, nos pareció, las ondas gravitatorias son tan radicalmente diferentes de las ondas electromagnéticas que está casi garantizado que crearán su propia nueva revolución en nuestra comprensión del universo, tal vez comparable a la enorme revolución electromagnética que siguió a Galileo si esas ondas elusivas pudieran ser detectadas y monitorizadas. Pero ese era un gran si: estimamos que las ondas gravitatorias que están bañando la Tierra son tan débiles que los espejos de los extremos del dispositivo en forma de L de Rai Weiss se acercarían y alejarían entre sí no más de una centésima parte del diámetro de un protón (lo cual significa 1/10.000.000 del tamaño de un átomo), incluso si la separación entre los espejos era de varios kilómetros. El reto de medir movimientos tan diminutos era enorme.

Así pues, durante aquel año glorioso, con el grupo de Stephen y el mío unidos en el Caltech, pasé mucho tiempo explorando las perspectivas de éxito de las ondas gravitatorias. Poco después del regreso de Stephen a Cambridge, mi búsqueda alcanzó un momento de gran fruición en una discusión intensa y que duró toda la noche en la habitación de Rai en un hotel de Washington DC. Me convencí de que las perspectivas de éxito eran suficientemente grandes para que dedicara la mayor parte de mi propia carrera, y la energía de mis futuros estudiantes, a ayudar a Rai y a otros experimentadores a lograr nuestra visión de las ondas gravitatorias.

Y el resto, como se dice, es historia.

El 14 de septiembre de 2015, el detector de ondas gravitatorias LIGO (construido por un proyecto de un millar de personas que cofundamos Ray, yo mismo y Ronald Drever, y que Barry Barish organizó y reunió) registró y monitorizó sus primeras ondas gravitatorias. 
Comparando los patrones de las ondas con las predicciones de las simulaciones por ordenador, nuestro equipo concluyó que las ondas fueron producidas cuando dos agujeros negros masivos, a 1.300 millones de años luz de la Tierra, chocaron entre sí. Este fue el inicio de la astronomía de ondas gravitatorias. Nuestro equipo había logrado, con respecto a las ondas gravitatorias, lo que Galileo consiguió con las ondas electromagnéticas.
Confío en que, en las próximas décadas, la futura generación de astrónomos con ondas gravitatorias utilice dichas ondas no tan solo para someter a prueba las leyes de Stephen sobre la física de los agujeros negros, sino también para detectar y monitorizar las ondas gravitatorias del nacimiento singular de nuestro universo, y por lo tanto poner a prueba las ideas de Stephen y de otros sobre cómo nuestro universo llegó a ser.

Durante nuestro año glorioso de 1974-1975, mientras yo estaba dudando sobre las ondas gravitatorias y Stephen estaba guiando nuestro grupo conjunto en investigación sobre agujeros negros, Stephen tuvo una idea todavía más radical que su descubrimiento de la radiación de Hawking. Proporcionó una demostración convincente, casi irrefutable, de que cuando se forma un agujero negro y subsiguientemente se evapora por completo emitiendo radiación, la información que fue a parar al agujero negro no puede salir de él. Se pierde información inevitablemente.
Eso resulta radical porque las leyes de la física cuántica insisten inequívocamente en que la información no se puede perder nunca por completo. Por eso, si Stephen estaba en lo cierto, los agujeros negros violan una de las leyes más fundamentales de la mecánica cuántica.

¿Cómo podría ser eso? La evaporación de los agujeros negros está regida por las leyes combinadas de la mecánica cuántica y de la relatividad general — las leyes mal comprendidas de la gravedad cuántica—; y así, Stephen razonó que el matrimonio fogoso de la relatividad general y la física cuántica debe llevar a la destrucción de información.

La gran mayoría de los físicos teóricos consideró que esa conclusión era abominable y han permanecido muy escépticos respecto a ella. Y así, durante cuarenta y cuatro años han luchado con esa denominada paradoja de la pérdida de información. Es una lucha que merece el esfuerzo y la angustia que se le han dedicado, ya que esa paradoja es una clave poderosa para la comprensión de las leyes de la gravedad cuántica. El mismo Stephen, en 2003, halló una manera en que la información podría escapar durante la evaporación del agujero, pero ello no apaciguó las luchas de los teóricos. Stephen no demostró que la información se escape, de manera que el debate continúa.

En mi elogio de Stephen, en la ceremonia en que sus cenizas fueron depositadas en la abadía de Westminster, resumí esa lucha con estas palabras: «Newton nos dio respuestas. Hawking nos dio preguntas. Y las preguntas de Hawking continúan dando, generando avances décadas después. Cuando al fin lleguemos a dominar las leyes de la gravedad cuántica y comprendamos completamente el nacimiento de nuestro universo, será muy probablemente a hombros de Hawking».

Tal como nuestro año glorioso de 1974-1975 fue solo el comienzo de mi búsqueda de ondas gravitatorias, también fue solo el comienzo de la búsqueda de Stephen de la comprensión detallada de las leyes de la gravedad cuántica y de qué nos dicen dichas leyes sobre la verdadera naturaleza de la información y la aleatoriedad de un agujero negro, y también sobre la verdadera naturaleza del nacimiento singular de nuestro universo, y la verdadera naturaleza de las singularidades del interior de los agujeros negros (la verdadera naturaleza del nacimiento y la muerte del tiempo). 

Son preguntas grandes.
El potencial de las ondas gravitatorias como cambio de paradigma científico podría ser comparado a cómo Galileo contribuyó a iniciar la astronomía electromagnética moderna
Muy grandes. Siempre he huido de las grandes preguntas. No tengo las capacidades, la sabiduría ni la autoconfianza necesarias para enfrentarme a ellas.
Stephen, en cambio, siempre se sintió atraído por las grandes preguntas, estuvieran o no firmemente ancladas en la ciencia. El sí tenía las capacidades, la sabiduría y la autoconfianza necesarias.

Este libro es una compilación de sus respuestas a las grandes preguntas, respuestas sobre las cuales estaba todavía trabajando en el momento de su muerte. 
Las respuestas de Stephen a seis de las grandes preguntas están profundamente enraizadas en su ciencia. (¿Hay un Dios? ¿Cómo empezó todo? ¿Podemos predecir el futuro? ¿Qué hay dentro de los agujeros negros? ¿Es posible viajar en el tiempo? ¿Cómo damos forma al futuro?) Aquí lo hallarán discutiendo en profundidad los temas que he descrito brevemente en esta introducción y también mucho, mucho más.

Sus respuestas a las otras cuatro grandes preguntas posiblemente no puedan basarse firmemente en su ciencia. (¿Sobreviviremos en la Tierra? ¿Hay más vida inteligente en el universo? ¿Deberíamos colonizar el espacio? ¿Seremos sobrepasados por la inteligencia artificial?). Sin embargo, sus respuestas revelan una profunda sabiduría y creatividad, como era de esperar. Espero que sus respuestas les parezcan tan estimulantes y penetrantes como me lo han parecido a mí.

¡Disfrútenlas!

Kip S. Thorne
Julio de 2018
* Cortesía Editorial Planeta

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